miércoles, 23 de febrero de 2022

ADIÓS ENERO, ADIÓS


Se acabó enero, que siempre nace marchito e incluso maldecido, pues nadie quiere ver su hoja en el calendario más que para desear que desaparezca. Enero es el mes más aburrido de todo el año, el mes que nace dormido y muere cansado. El mes al que le sobran días. Enero es una espiración con tintes fúnebres. Un mes de suspiros y remembranzas que dibujan los ecos de los días pasados. Ecos que obstruyen la claridad de su luna y que se refugian en ese halo de secretismo que envuelven treinta y un días que muelen, consumen y derrumban el ánimo. Un mes artificioso, infundioso, que anuncia descuentos y aumenta los gastos. Un mes zaino, pérfido con nuestros monederos, seductor con nuestras voluntades. Enero debería ser el mes más corto, de una semana, y formar parte de un año de trece meses, o catorce, para no herir la sensibilidad de los más supersticiosos. Enero es un mes cano, empaquetado, un mes de desechos que, sin embargo, se estira hasta renunciar a la eternidad.

Deberíamos partir enero, como se parte el pan, como se construyeron las comunidades autónomas. Dividirlo como una división infantil y crear un «enerbrero», o dos, para que hubiera otro comienzo, o varios, porque los comienzos siempre despiertan planes, emociones que nacen o se renuevan, o simplemente se viven porque están ahí.

Hagamos pues del calendario un homenaje a los principios que desbancan a los finales. Y si para unos, diciembre termina un siete de enero y, para otros, enero comienza con las rebajas, «febrebajas» sería una buena solución, y haríamos, de paso, de febrero un jadeo para llegar a marzo, anuncio de primavera y de fallas, y después las lluvias y los pasos solemnes de tambor y procesión, si toca; y si el siguiente viene ventoso, el verano será oloroso y así, uno tras otro hasta llegar de nuevo a ese enero que nacerá dormido y morirá cansado. A ese enero que todos desean que se acabe pronto, a ese enero marchito y maldecido. Enero debería ser juzgado, sentenciado, seccionado y fracturado porque los comienzos son el índice del futuro y el apéndice del presente.

© j.c atienza.



miércoles, 2 de febrero de 2022

Benidorm Fest. Nada nuevo en este paraíso de ficción.

 

A España le cuesta subirse al carro de los tiempos. No es algo nuevo. Es un mal endémico que nos viene de lejos, y no basta con esdrujulizar el nombre del festival y ponerle sonoridad anglosajona para creernos, que no parecernos, más modernos. Y es que España no puede, o no sabe, o no quiere comulgar con los nuevos tiempos, adaptarse a ellos e incluso ser referente. Ahora, cuando los toros están siendo relegados ―tal vez, al lugar que les corresponde―, cuando las peinetas se ubican en ceremonias solemnizadas, con aires antiguos y procesionales, y las panderetas se han dignificado ―aunque haya sido necesaria la televisión. ¡Bendita televisión!―, todo parece abocarse en un esfuerzo, de nuevo, para no dejar de ser y mostrar al mundo que si hay algo de diferente en este país es, precisamente, su resistencia al cambio.

El contenido del festival, revisado varias veces, evidencia lo dicho, que de todas las propuestas de la final, sin querer poner en duda el valor de todos ellos como artistas y mucho menos a la ganadora, la propuesta que nos representará en Eurovisión era y es, con diferencia, de las menos cualificadas, la más simple y menos elegante, la más casposa, de una vergonzante mendicidad en su letra ―escrita bajo los efectos de un exceso de carne o por la ausencia de ropa―, de un pobrismo intelectual que aturde cualquier intento de comprensión y de un topicazo tan manido y repetitivo que resulta, cuando menos, aburrido, si no lacerante para un país que, sin apoyar dicha candidatura, soportará una vergonzante exposición ante millones de espectadores de todo el mundo que se preguntarán, si lo hacen, si eso es todo lo que se produce bajo la marca España.

Y escribo todo esto por lo sucedido en el Benidorm Fest, que sí, que fue festival, y de buenas canciones, y también Fest, de festival mermado, pero no ciego, que fue más de ojo que de oído. Porque en este Fest, se ha prescindido de la tradición y de músicas que otorgan una personalidad potente, intensa, a esta diversidad nuestra. Se ha prescindido de todo atisbo de genialidad, originalidad, osadía y riesgo. Se ha ignorado la belleza de las melodías, de las armonías y de las letras con sentido, e incluso se ha desentendido, cuando no repudiado, de la elegancia de la voz, es decir, se ha negado el talento. En este Fest, un jurado ha apostado por la mediocridad, por la verbena, por lo espoliario, y se ha erigido como única voz autorizada en un claro ejemplo de despotismo deslustrado. ¿Typical spanish?

Benidorm Fest tiene, como mérito y, lamentablemente, el más sonoro, la creación de una nueva seña de identidad nacional: ha sustituido los toros y panderetas por tetas y culos, de los que se miran e incluso se desean, pero a los que nadie escucha.

Nada nuevo en este paraíso de ficción.

© j.c atienza.

jueves, 13 de enero de 2022

Adiós aldea de Navidad de Navalcarnero

 

Adiós a la aldea de la Navidad de Navalcarnero. Ver la Plaza del teatro, como un solar abandonado, limpio, segado, espejado si se prefiere, mesetario, se asemeja a esa España vaciada. Un vacío que causa tristeza, una de esas tristezas grises de tardes consumidas y malgastadas.

De esa aldea ya no queda nada, ni siquiera las ruinas para visitarlas. Todo está limpio como una ilusión falsa que creció en muchos de los que durante unas horas o minutos habitamos en ella. Pero fue verdadera, y efímera también, como sucede con todas las cosas que nos gustan, como sucede con la vida misma cuando sabemos vivirla con intensidad. La aldea de Navidad, la ya vieja aldea de Navidad, ha desaparecido, pero siempre es bueno recordar ―al menos los recuerdos no llevan impuestos― que, en este año, en Navalcarnero, la Navidad ha sido un poco más diferente o, si se prefiere, un poco más Navidad.

Era nuestra aldea. Una aldea muy nuestra, repleta de preciosismo. Construida y diseñada con cariño, de dulce y colorida iluminación, con regalos chorreando desde los tejados, con ilusiones envueltas esperando encontrarse con esa cara de niño que es estrella en Navidad. Nuestra aldea, porque la hemos hecho nuestra, fue un lugar de encuentro de Santa Claus y de los Reyes Magos y de todos los que buscábamos un refugio navideño donde sentirnos más en esta Navidad. La aldea de Navidad, nuestra aldea, ha sido hogar, chimenea, estufa, luz, calor… y un dulce que se comía con la mirada, y una ilusión que siempre encontraba por donde derramarse, y magia… mucha magia. He caminado por sus calles tal y como veía en aquellas aldeas mostradas en la televisión, con sus cálidos interiores, mientras la nieve cubría con su aterciopelado tejido los aromas navideños que escapaban por las chimeneas. He sido viajero del tiempo, de un tiempo sin fechas, de un presente sin pasado ni futuro. He sido…niño.

Y ahora, mientras escribo, y tras finalizar un artículo, precisamente donde hablo de magia y de magos, estoy más seguro que nunca de que los magos existen, y que en este pueblo hay muchos.

Es mi deseo agradecerles de corazón que moren aquí, en estas navas del carnero, y que sea el centro de sus conventículos, de sus congresos, de sus parlamentos, de sus ideas, de sus proyectos… y seamos nosotros, simples mortales, los que seamos cómplices de esta magia contagiosa. Porque en este pueblo ―y permítanme que le siga llamando pueblo―, estas pequeñas cosas se convierten en grandes, y no me olvido de los belenes ―obras de arte de creadores con mucho arte y voluntad―, que grandes son también las personas que participan y las hacen posible. A todos ellos, una vez más, mi agradecimiento, infinito, y que vuelvan más años y sean mejores.


© j.c atienza. 

lunes, 13 de diciembre de 2021

Caos y orden.

 Caos y orden es la eterna batalla entre dos significados antagónicos, entre dos contendientes necesarios y necesitados el uno del otro. Dos posturas que nos sitúan, sin quererlo, en uno u otro bando, uno más contestatario, el otro más consentido y posiblemente más admirado.

Si a uno le dieran a elegir entre el orden y el caos, no sería una diatriba difícil de resolver, que la decisión estaría tomada de antemano, bien porque la práctica o la experiencia han sido muy influyentes, o porque nació congénita en mi persona con una disposición genética a la dispersión.

El caos es alegría, es el alborozo de las cosas, es plenitud en los pensamientos alborotados, agolpados, en las ideas fulgurantes de poca vida o de muerte prematura; es la vida que espera, también la de los objetos eternos que no esperan nada de la eternidad. El caos es progreso, es exploración, es perderse en una vida de cientos o miles de zozobras. También vive, persiste y resiste en la vida queda, afable, reposada, que esconde secretos que nos aguardan y que nos necesitan. El caos es enredarse, vivir el desconcierto, sucumbir a la desorientación y ascender a la superficie a brazadas, como el exhausto nadador que se ve con el agua al cuello. El caos es desafío, un reto perdurable o imperdurable que busca una solución no permanente, pero certera y eficaz. El caos es lo impredecible, lo inesperado; es vida vivida en cada punto y en cada extremo, que la excita, que la conmueve, es como ese gran amor: bien para vivirlo o bien para ordenarlo. El caos es la aspiración al orden, a un orden infinito, inconsistente, interpretativo.

El orden es método, es agostar la ilusión, es adormilar lo impredecible. El orden es la calma del segundero golpeando en su corazón de rueda dentada, es inmiscuirse en un movimiento de rotación infinito para no olvidar dónde comienzan nuestras cadenas, para sentir que la libertad es solo el espacio comprendido entre un tic y un tac. El orden es conservador, con una aspiración genética, intrínseca, íntima, por mantenerse. Es rigidez, tiesura, rezura y estructura monocolor, de formas simétricas, de ángulos rectos o perpendiculares todo lo más. El orden es la obsesión y aspiración de la especie humana para vanagloriarse de estructura férreas coquetas; de alienación constante e incesante, sin quebrantaduras ni eslabones defectuosos, de simpleza de ladrillo.

Viviré, por tanto, mi caos, ese orden vital que se enfrenta a lo geométrico, esa anarquía creativa que insulta al autoritarismo, a esa dictadura de las reglas rígidas, tiesas y envaradas. Viviré este caos que me acoge y me recibe cada día hasta llegar al orden definitivo, ese orden inevitable, de silencio, que todo lo aliena, que todo lo endurece, que te roba los sentimientos y hasta las expresiones. Viviré mi caos hasta que me alcance ese orden de muerte, ese orden de la nada.


© j.c atienza. Diciembre 2021.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

CETAN. XXXII Certamen de teatro aficionado de Navalcarnero




 

Caía la bruma, como en esas noches de costa cargadas de melancolía con el mar susurrante y expectante. La noche alboreaba un adiós, un hasta pronto. CETAN se despedía de su XXXII edición, y qué mejor compañía que un taciturno orvallo que extendía su alfombra cristalina para ofrecerme sus parabienes.

Acudí a su clausura sollozando por esos sábados futuros, que podrían ser cualquier otra cosa, incluso tardes de teatro, pero ya no serían tardes de CETAN. Primero fue un café ―como ya era costumbre―, a las puertas del teatro, dejándome seducir por los focos, la música y la alfombra roja. Después, me acomodé en la butaca dispuesto a disfrutar de la función.

En el ambiente se respiraban nervios y se atestaba de expectación. Era la entrega de premios. Mucha alegría y alborozo en las butacas al saberse nominados, y más aún cuando eran premiados; premios que se recibían con más entusiasmo del que muestran las grandes estrellas, entusiasmo contagioso del que fui partícipe desde el anonimato de mi butaca.

CETAN, organizado por el grupo Azabache, que posee un arraigo en la urdimbre de Navalcarnero, contó con el apoyo de Cultura y del público, que demostró su gusto por el teatro acudiendo a él e incluso llenándolo. Dictó su veredicto y sentenció según sus preferencias mayoritarias. Se decantó más por las comedias o por las medias sonrisas. «Demasiadas penalidades hemos pasado ya», pensaría más de uno. Tal vez fuera porque la pandemia también estuvo presente en el patio de butacas y ejerció su voto ―aunque no sé si con derecho― y sus influencias. Un público aficionado y, en muchos casos, entendido, que quiere, exige y busca sus espacios, espacios de ocio en los que la oferta esté más allá de una verdulería con trajes de noche.

Entre aplausos, se cerró el telón. No quise esperar a que se apagasen las luces. Era el momento de los protagonistas, y allí se quedaron mientras sus exaltaciones se mezclaban con el sucinto chapoteo que me recibía a la salida. En la memoria queda la excelente calidad mostrada en las tablas, los textos tan sorprendentes y elaborados, y mimados y espejados, que borraron o, cuando menos emborronaron, esa frontera entre lo profesional y lo aficionado que, si bien es meritorio y admirable lo primero, también lo es lo segundo: actores y actrices buscando tiempo de donde casi no lo hay, sacrificando relaciones y familia cuando la vida comienza tras una jornada laboral ajena a la interpretación.

Atrás fue quedando el teatro. Caía la bruma como un viejo telón sobre su escenario, como una clausura, y lo hacía en una lenta parsimonia, en una perezosa procesión. La noche había dejado escrito su adiós. El taciturno orvallo, me rehumedecía como despedimiento mientras el eco de los aplausos aún percutía en mis oídos, y la memoria, mi frágil memoria, todavía hoy, se esfuerza por recordar nombres ya imperfectos y escenarios incompletos que quieren formar parte de los recuerdos imborrables.

Enhorabuena a todos: organizadores y participantes y hasta pronto. Hasta la siguiente edición.

© j.c atienza. Noviembre 2021.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Teatro y teatros.


 


Teatro y teatros y, a sus puertas, tan importante como la obra o el propio teatro, los conventículos de aficionados y de expertos. Para los primeros, los que van una vez al año, sonríen cuando una cara conocida les reconoce, o cuando una persona de influencia destacada, aunque solo sea concedida por un periodo determinado y de signo político divergente —que poco importa tratándose de influencias y posiciones—, ejerce un leve movimiento de su testa para desplegar un saludo. Crece entonces una ficticia distinción, tan efímera como el propio aplauso de la obra, y creerá formar parte de la sociedad influyente que rubricará en sus ademanes e incluso en sus amistades. Será solo una distinción distinguida por la ciencia de la fortuna como compensación por su asistencia a un evento cultural, porque la cultura es la cultura, y la cultura se premia, aunque el premio sea una escueta moneda de valor discutible, minúsculo en cualquier caso e intangible en todos, que le permite integrarse en círculos tan cercanos, tan próximos, tan íntimos, en los que practicar apología del sexo o inmiscuirse, con un mínimo de rigor, al menos, en alguna orgía intelectual, de esas que suceden en cenas improvisadas, unas, y planeadas o planificadas en otras, porque lo de menos, seguramente, fue el teatro, aunque después haya sido lo más. 

Y, luego están los segundos o los otros: los expertos, los que no se pierden una, los aficionados de verdad que analizan la puesta en escena, vestuario, texto e interpretación, los que son pedagogía y crean escuela, los que están más allá de las redes sociales, los que conviven entre las palabras sabias y las preguntas inteligentes. Los que enseñan, vamos. Ellos son también los más quejicosos, los que se lamentan con frecuencia, los que ven peligrar el teatro y los que buscan las causas de la desafección., Y tras ellos o a su alrededor, los corrillos, esos anillos humanos que circundan un núcleo, como un pequeño universo en el recibidor del teatro, con sus intelectuales novicios, sus becarios en prácticas, sus «presumidores» con arte y oficio que buscan hacerse un hueco, los curiosos que quieren ser enteradillos y los aprendices que aspiran a ser considerados y respetados.

Teatro y teatros, porque el teatro, no sé si el bueno o el malo, o indistintamente, empieza a disfrutarse y vivirse en el exterior. Que no sé si la asistencia al teatro es más por ver lo que acontece a sus puertas que tras ellas.

 

 © El embegido dezidor.